jueves, 31 de diciembre de 2009

De peluche

Juanín tenía miedo. El osito de peluche no dejaba de mirarle. Tenía una mirada profunda y penetrante.

Alguna vez había tratado de decírselo a su madre, pero ella no entendía. Los mayores nunca entienden. ¿Cómo va a mirarte mal si es de peluche?, decía. Pero el osito miraba.

¿Se ha movido? Sí, se ha movido. Lo vio por el rabillo del ojo.

Juanín fue corriendo con su madre. Ella, como siempre, no le creyó. Total, el oso era de peluche.

A la mañana siguiente Juanín no estaba en su cama. Los padres, al principio solos y después entre policías, no repararon en que el osito de peluche tampoco estaba en la habitación.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Campo de batalla: tu cerebro

Juan se acercó a la oficina de su jefe: iban a ascenderlo. No importaba ahora cómo ni porqué, solamente que como Manejador de Nivel 6 dispondría de plaza de aparcamiento, vacaciones pagadas, seguro dental, disruptor de publicidad y, lo más importante, la llave del lavabo de ejecutivos.

Llegó a la puerta, miró el reloj (Mr. Smith era amante de la puntualidad exacta), se arregló la corbata y tocó en la puerta. Una sonriente secretaria de rasgos orientales le abrió y le invitó a pasar al adornado despacho: parecía el de un ejecutivo yuppie ochentero al que le gustaran los viajes: máscaras africanas, una montera de torero, muñecas de vudú... y por supuesto, una moqueta adecuada para jugar al golf de oficina. Al fondo, la mesa: una lámina ovalada de cristal sostenida a un solo lado por un pie en forma de delfín, de manera que parecía que el escritorio era la superficie tranquila del agua y el delfín sacaba la cabeza de ella.

- Juan, bienvenido. Yo soy contento de tener usted aquí. Los informes me dicen que usted has mejorado nuestros resultados en cinco porciento ¿sí?

- Sí, señor.

- Explícame cómo lo has hecho usted?

- Me he dado cuenta de que estábamos transmitiendo publicidad a grandes masas de la población que no la iban a aprovechar. Por poner un ejemplo sencillo, transmitíamos publicidad de muñecas a niños de diez años. Diseñé un sistema por el cual ahora transmitimos la publicidad solamente a los objetivos adecuados. Como transmitimos a menos objetivos, cobramos menos impactos a los anunciantes, muchos menos, pero como el porcentaje de objetivos que compran asciende podemos cobrar los impactos más caros. En conjunto, cobramos un 16% menos.

- No acabo de entender lo.

La cara de Mr. Smith ya no era acogedora. Juan tragó saliva.

- La transmisión cerebral consume una gran cantidad de energía, porque hay que focalizar muy exactamente las ondas. Crear recuerdos agradables en el sistema límbico está muy bien en el laboratorio, pero con la gente andando por las calles y moviéndose continuamente seguirlos es muy difícil, y asegurarse de que el campo electromagnético se concentra exactamente en los puntos adecuados del cerebro de tantísimas personas sin provocarles daños cerebrales por afectar a otras zonas cuesta enormes cantidades de poder de cómputo, que se traduce en dinero, y de electricidad para los transmisores, que también es dinero.

- Sí.

- Como ahora seguimos a menos personas a la vez, y transmitimos a menos personas, ambas necesidades se reducen. Aunque la computación cuántica haga posibles cálculos que antes hubieran llevado milenios, sigue siendo cara, pero con este método reducimos nuestras necesidades de cálculo en aproximadamente un 50%. Hemos podido suspender el alquiler de la tercera parte de los ordenadores que IQM nos cobraba. Y en cuanto a los transmisores, ahora van más suaves, y consumen menos energía, con lo que estamos ahorrando un 30% de costes de electricidad y a la vez hemos conseguido incluso una mejora de la señal. Cobramos menos, pero gastamos mucho menos, por eso ganamos más.

- Ok, ahora yo lo entiendo. Bien, tenga el llave del baño. Te darán lo demás a usted en Recursos Humanos.

- Gracias, Mr. Smith.

Juan bajó a Recursos Humanos a por su plaza de aparcamiento y lo demás. Entre otras cosas, su disruptor de publicidad. Con él ya no desearía las cosas que la corporación hacía desear a todos los consumidores.

Tres meses después, se dio cuenta. Sus deseos siempre habían estado guiados. Ahora sabía que todo lo que pensaba que deseaba era publicidad. Y que no sabía desear por si mismo: treinta años transmitido le habían borrado su capacidad autónoma. No podía querer cosas, más allá de los condicionamientos de la supervivencia.

Se suicidó.