martes, 28 de abril de 2009

Dolor inmenso.

Su vientre estuvo ocupado 11 semanas. 11 maravillosas semanas. Su cuerpo se llenó de sensaciones, emociones nuevas, alegrías, dudas, miedos y sobretodo futuro.
La incertidumbre era total. No saber nada (pese a creer que sabía mucho), el miedo a lo desconocido. Muchas preguntas. ¿Cómo estará? ¿Cómo será? ¿Lo estaré haciendo bien? Cuando nazca, ¿será rubio? ¿Moreno? ¿Niño? ¿Niña? ¿Alto? ¿Bajo?...
Se sentía bonita, estaba radiante, con un brillo en los ojos que no había tenido nunca. Su cuerpo empezó a cambiar. Sentía cosas nuevas, y algún que otro dolorcito nuevo, pero no importaba porque era por lo que era.

Pensó muchas veces cómo sería el momento de nacer, el dolor, la alegría, el temor... También pensó muchas veces que algo podría no ir bien. Amigas y compañeras le quitaban esos pensamientos de la cabeza. Hasta que llegó el fatídico día en el que le dijeron que su futuro hijo estaba muerto.

Hasta entonces creía que había sufrido en la vida, pero nada comparado a eso. Durante las dos semanas siguientes fue algo más parecido a un zombi que a una persona. Era sumisión total, hacía todo lo que le decían sin rechistar, lo mismo le daba comer que no, dormir o ducharse. No quería dejar de llorar. Su cuerpo estaba vacío, su alma y su corazón. Lo único que no estaba vacío era su cerebro. La misma frase una y otra vez, las mismas imágenes una y otra vez.

En ese momento se sentía vacía, frustrada, desilusionada y muy poca cosa. Su autoestima cayó en picado, era incapaz de mirarse en el espejo, no había consuelo posible, había fracasado en el intento de ser madre, algo para lo que estaba genéticamente preparada.

No hubo dolor físico, todo el dolor era psicológico, el vacío inmenso. Y sobretodo el no haber podido escuchar ni una sola vez el latido de su pequeño corazón que por causas desconocidas se paró antes de tiempo.

lunes, 27 de abril de 2009

Una botella de agua

Desde el estante de la cafetería, la botella miraba pacientemente a su alrededor. Todo estaba oscuro, no había movimiento. Sin embargo el cálido sol que se filtraba por las cortinas le decía a la botella que aquello iba a cambiar dentro de poco.

Primero, como siempre, llegó uno de aquellos extraños seres, casi tan llenos de agua como ella misma, que empezó a abrir las cortinas. Al poco llegaron otros seres similares, también con unas etiquetas blancas y negras, y empezaron a sacar agua manchada y caliente de aquella máquina alrededor de la que giraba todo. Unas veces mezclaban aquél agua caliente y sucia con leche, otras veces con aguardientes, otras veces con nada. A veces el agua la sacaban caliente pero limpia, mas enseguida metían dentro otra bolsita que la ensuciara. Y aquellos seres de etiqueta blanca y negra, los mismos de siempre, empezaron a dar aquellas aguas a otros seres semejantes, con etiquetas de todos los colores, que paercía que las desearan, pues las introducían en si mismos por aquellas bocas sin tapa que tenían.

Algunos de aquellos seres en ocasiones pedían botellas como ella.

Sintió miedo. Luego frustración. ¿Es miedo lo que debo sentir -se preguntaba- de mezclarme con toda esas aguas sucias en esos seres, o es mi destino y para lo que estoy hecha?

Sus compañeras fueron desapareciendo, pronto le tocaría a ella.

La afluencia de aquellos seres de etiquetas de colores fue disminuyendo, y los otros, los de etiquetas blancas y negras, empezaron a gastar agua ensuciándola en el suelo y con los recipientes de las otras aguas. Finalmente, como la otras veces, se fueron. Volverían al día siguiente, a gastar y ensuciar agua otra vez. Y seguramente, mañana sería el día en que conocería su destino. Ahora era la primera del estante.

jueves, 2 de abril de 2009

Fantasmas

Llevaban 10 años casados. Al poco tiempo de conocerse ella le preguntó si él creía en los fantasmas, él se echó a reír y le dijo que no, pero viendo la cara de seriedad de ella, se dio cuenta que la pregunta iba en serio. Ella le dijo que sí creía, no por nada en especial, sólo para poder volver después de la muerte y poder velar por sus seres queridos.

Después de 10 años de casados, no habían tenido hijos, los médicos le decían a ella que por su genética si quedaba embarazada corría riesgo su vida. Ellos habían hecho caso de los médicos hasta entonces.

Un día, ella, estando los dos en la cama, le dijo que le daba igual el riesgo, que quería tener un hijo, quería saber lo que se siente, y quería poderle hacer a él el regalo de la vida. Él le dijo que no, que ni hablar, que eran felices así como estaban. Pero ella insistió día tras día hasta que él accedió.

A las pocas semanas, en el baño, el test dio positivo. Estaban embarazados. Había una mezcla de alegría y pena porque sabían lo que podía pasar. El embarazo transcurrió apenas sin problemas, pero a la hora del parto, la cosa cambió. Ella sufría de tremendos dolores que le decían que algo no iba bien, que la muerte era inminente. La pudieron mantener con vida el tiempo justo como para poder ver a su hija. Una niña preciosa, de colorados mofletes y grandes ojos que la miraba agradecida. Y murió tranquila y feliz.

Ahora le tocaba a él hacer la parte difícil, criar a una niña recién nacida sin su madre.

Una noche mientras dormían después de un relajante baño y una cálida cena, la niña emitía unos gemidos suaves pero audibles, él debido al cansancio no se enteraba de los gemidos de la niña. Ella se estaba ahogando con una pequeña flema que tenía en la garganta. Algo lo despertó, un fuerte golpe en la puerta del armario. Al despertar oyó claramente los gemidos de su hija y corrió hasta su cuna. Llegó a tiempo. Cogió a la niña y la sacudió dos o tres veces fuerte con golpes en la espalda. La niña echó su flema, y estando él sentado acunando a la niña, en el umbral de la puerta vio una luz blanca. Encendió la luz y allí, quieta y sonriente vio a su querida y amada esposa. Él no podía articular palabra, y ella con una voz muy suave le dijo: -Te dije que creía en los espíritus para velar por mis seres queridos, y desde que me fui, no he dejado de cuidaros. Yo he sido la que te ha despertado, y no pienso marcharme nunca de vuestro lado-. Él con lágrimas en los ojos, dejó a la niña cuidadosamente en la cuna y se fue a su cama. Se quedó dormido mientras su esposa lo velaba sentada a los pies su cama.

Cuando por la mañana despertó, se dio cuenta de muchas cosas, de las veces que había tenido accidentes con la niña, bañándola, o pequeños descuidos que habían acabado bien, y sobretodo, ahora podía saber con claridad, que las canciones de cuna que oía por las noches, no eran parte de su imaginación.

Firmes bajo la seda

Allí estaban: unos cuantos cabellos largos, finos y tostados en el lavabo. Hacía dos días que ella se había ido, y él no se había decidido aún a limpiar aquello. Cada vez que iba a hacerlo, se ponía, en su lugar, a recordarla.

Recordaba cómo empezó todo. Eran compañeros en el turno de tarde en la Facultad. Mientras estaban en las prácticas en el laboratorio, él bromeaba con todos los compañeros, en particular con ella, tímida, callada, quizá más por que se sintiera bien e integrada que por cualquier otra razón. El caso es que fueron congeniando.

Al cabo de algunas semanas de trabajo constante en común, aparte de realizar buenos trabajos para la asignatura, ya se veían fuera de las clases: algún café o desayuno, y ella empezó a ir a las cenas del curso.

Él siempre la trataba con cuidado, cuidaba con ella un poco más sus bromas, y la pellizcaba en la cintura al acercase, como a otras amigas, pero no era exactamente igual. Poco a poco su relación con ella empezó a ser verdaderamente diferente que con el resto de compañeras. Empezaron a hacer algo más que tomar café juntos: salían a tomar café juntos. Día tras día, la confianza entre ambos crecía, y empezaron a hacer otras cosas, como confiarse historias, invitarse a comer o pasear juntos. Descubrieron que ambos vivían solos, sin compañeros de piso: ambos habitaban en viviendas de algún familiar.

Un día que él la fue a buscar a su casa para comer juntos y llevarla a la Facultad, y tras una sobremesa un poco más confidencial de lo normal, él empezó,en el aparcamiento de la Universidad, a acariciarla, por primera vez. Ella se sobresaltó y sintió un escalofrío, pero le dejó hacer. Él le acarició poco a poco la nuca, le giró la cabeza hacia si y allí mismo, en el coche, se dieron su primer beso, apasionadamente, mientras ella agarraba su espalda y él acariciaba su nuca y se atrevía a tocar sus pechos sobre la blusa.

Se serenaron, porque había que irse a clase, pero esa noche él la llevó de vuelta a su casa y allí, con la luz apagada, quisieron hacer el amor salvajemente, pero como no disponían de condones supieron controlarse un poco, y él con su lengua la hizo disfrutar como ella nunca había soñado que se pudiera. Quedaron para el día siguiente.

Ambos perdieron el hilo de la clase pensando en lo que iba a ocurrir por la noche, sin mirarse demasiado, ya que no querían que sus compañeros cotillearan el asunto. Cuando él llegó a casa de ella por la noche, ella lo recibió con un camisón y la luz baja, y por primera vez, látex mediante, fueron uno. Ella no le dejó encender la luz antes de quitarse el camisón: sus pechos, que se entreveían firmes bajo éste, le daban vergüenza, decía.

A los tres años ambos habían acabado la carrera, y a los tres años y medio estaban casados.

Hacía cuarenta años de aquello. Él nunca le llegó a ver los pechos, aquellos que tantas veces acarició en la oscuridad o a través de la ropa, y ya nunca podría.

Por tercera vez en dos días, él miró el reloj, dejó la bayeta y se fue al trabajo, sin tocar el lavabo.

Allí quedaron, esperando para hacerle recordar otra vez, aquellos cabellos largos, finos y tostados en el lavabo.