miércoles, 20 de mayo de 2009

Dolor de cabeza

Le dolía la cabeza. Para variar.

Ninguno de los remedios habituales funcionaba. Ni el AAS, ni el ibuprofeno. Ni la oscuridad, ni el silencio.

Quizá era porque la causa tampoco era ninguna de las habituales. Ni era por frío en la cabeza, ni por calor o sol. No era por su marido, ni por la regla. No era por los niños, ni por pasar demasiado tiempo en la televisión, ni en el ordenador, ni forzando la vista leyendo medio a oscuras. Ni por las estrecheces económicas ni por los problemas familiares.

Todo eso seguía estando ahí, claro, pero esta vez la cabeza no le dolía por nada de todo eso, así que ninguna de las soluciones habituales funcionaba.

Decidió probar otra solución.

La cabeza dejó de dolerle instantáneamente. Todo dejó de dolerle o molestarle inmediatamente, mientras sus sesos chocaban contra la pared de detrás, a la vez que, a cámara lenta, el arma reglamentaria de su marido se deslizaba de su mano, cálida pero inerte, hacia el suelo.

Sentado en la ventana, un pequeño demonio, con una sonrisa en la boca, soltaba poco a poco el nudo que había en la cuerda que tenía entre las manos.

jueves, 7 de mayo de 2009

El haya

Este es un cuento que inventé hace mucho tiempo, tanto que ya ni recuerdo exactamente cuándo fue.

Nunca lo había escrito antes. Y nunca lo había contado en público. Si no recuerdo mal, tan solo lo he contado dos veces, ambas en intimidad, casi al oído.

Espero que quizá ahora, cuando lo ponga aquí, no se pierda esta muestra de lo que mi imaginación era capaz de dar en aquel entonces.

* * *

El haya estaba feliz en el bosque. Vivía entre otros árboles, que vivían como él, acariciados por el sol, zarandeados por las tormentas, pendientes del viento y la lluvia, y dando cobijo a las familias de pajaritos para que pasaran el invierno, con topos entre sus raíces y ardillas correteando bajos sus ramas.

Era feliz.

Al tiempo, las cosas cambiaron. Uno de sus compañeros desapareció de repente. Nadie supo lo que había pasado. Luego otro, y más tarde otro, sin que hubiera quien diera razón. Hay que tener en cuenta que los árboles no viven a la misma velocidad que nosotros, no pueden darse cuenta de las cosas que ocurren demasiado deprisa.

Sin saber aún lo que estaba pasando, un día el árbol sintió un enorme dolor, como nunca antes había sentido jamás, en la parte baja de su tronco. No tenía comparación con los zarandeos de las tormentas, ni siquiera cuando éstas, en los más crudos inviernos, llegaban a partirle algunas ramas. Se trataba de un dolor agudo, rápido y podríamos decir que cortante.

Y eso era exactamente. El dolor y la velocidad a la que estaban sucediendo las cosas despertaron al árbol para siempre a un mundo sin naturaleza, lleno solamente de dolor.

El árbol sintió los mordiscos del hacha y de la sierra y notó cómo el mundo se volvía del revés hasta dar con su copa en tierra. Fue despojado de sus ramas menores, y luego de las mayores, hasta que de él solamente quedó el tronco.

Dolía. Dolía como jamás pudo imaginar que algo podía doler.

Despierto como estaba, aún le esperaba más dolor. Fue descargado y rodó, y luego notó que lo despellejaban, que lo descortezaban unos fríos e incisivos metales como los que le habían causado antes tanto dolor. Y si antes pensó que no podía sentir más dolor, se equivocaba: esto aún dolía más. Y más aún cuando pasó a otra máquina donde de su tronco pelado empezaron a sacar tablones, rectos, rectangulares, iguales. El árbol empezó a morir un poco, para siempre.

Pero un poco de suerte tuvo: no separaron los tablones, siguieron juntos.

¿Suerte? Tal vez. O tal vez no, en realidad, porque aún estaba ahí, vivo a duras penas, sintiendo todo lo que ocurría, recordando todo lo que le habían hecho pasar en las últimas breves horas, un período de tiempo tan corto que nunca lo había considerado y tan intenso como toda su vida anterior, lleno de dolor.

-¿Por qué?- se preguntaba. -¿Por qué me ocurre esto? ¿Por qué me hacen sufrir tanto? Yo nunca dejé de dar abrigo a los conejos junto a mis raíces, nunca le negué un lugar donde anidar a los pajaritos, ni sombra al ciervo, ni bellotas a las ardillas. ¿Por qué he de sufrir todo esto? ¿Por qué ocurre esto?

Los blancos tablones fueron llevados a un lugar lleno de restos de otros árboles: otros tablones y tablas había allí, cada uno gimiendo con su propia voz que nuestro árbol aún podía oír. El suelo lleno de los restos de las torturas que allí se infligían y que a él pronto le tocaría sufrir daba testimonio de lo que ocurría en aquel lugar donde no llegaba la luz del sol, sino otra, fría, azulada.

Allí los tablones fueron de nuevo cortados, desbastados, taladrados, vueltos a cortar. Piezas de frío acero penetraron su carne pero ya no para cortar, sino para quedarse allí. Poco a poco los tablones del árbol fueron tomando una forma extraña y completamente antinatural.

Al poco, el árbol fue llevado a otro lugar, donde no había restos ya de otros de los suyos, solamente otros a los que les había pasado lo mismo que a él, pero que ya no podían hablar, tanto hacía ya.

En aquel nuevo lugar tuvo por fin algo de paz. Ya no volvió a ser cortado, ni taladrado. Al contrario, su carne fue cuidada y delicadamente tratada, protegida de la intemperie como antes hacía su corteza, y volvió a ver la luz del sol.

Sobre lo que él era ahora tendieron un colchón, blando, y sobre éste finas sábanas y una colcha.

Allí, en su nuevo lugar, sin más dolor ya, salvo el imperecedero recuerdo del pasado en el bosque y su abrupto final, pasaban los días. Ya no había ciervos ni ardillas, ni nidos de pájaros. Los seres a los que ahora abrigaba por las noches, como aquellos, hacían su propio nido en él. Dos de aquellos seres se recogían allí cada noche. Era una sensación extraña proteger de las tormentas a aquellos dos seres que las ignoraban, ya que en aquel lugar en que se encontraba ahora la tormenta no llegaba, sino que se conformaba con rugir al otro lado de una fina lámina de agua que, por alguna razón, parecía permanentemente congelada en un agujero del muro.

Sin embargo, no dejaba de preguntarse: -¿Por qué tuve que pasar todo aquello? ¿Por qué me han traído aquí¿ ¿Qué quieren estos seres de mí? ¿Por qué, por qué tuve que sufrir tanto dolor?

La hembra de aquellos seres, iguales a los que tanto le hicieron sufrir, aunque no exactamente del mismo comprotamiento, cada vez pesaba más y estaba más tiempo echada en él. Pasó menos de un año hasta que llegó el día de la solución.

Entre las sábanas que lo cubrían, aquella mujer, embarazada, dió a luz a un precioso niño, que por primera vez lloró sobre la blanca cama de haya en la que se había convertido el árbol. Y en ese mismo momento, el árbol tuvo la respuesta de que todo aquel dolor había sido necesario solamente para que pudiera llegar este momento.