martes, 18 de septiembre de 2012

Siete balas

Siete. Quedaban siete balas. No eran muchas, y había que guardarlas bien.

Probablemente no harían mucha falta. Las cosas estaban empezando a mejorar, había una suerte de orden social. Pero sólo en las ciudades. Fuera de los muros las cosas seguían siendo salvajes.

Zak miró sus armas. Una vieja pistola automática, con sus siete balas, un sable, un bastón con filo y varios cuchillos. El sable bastaba para no meterse en líos por la ciudad. La automática, para enseñarla en alguna ocasión.

Ya no quedaban muchas balas por ahí, desde el Hundimiento. Cada vez había menos, y estaban más caras. Pronto las armas de fuego serían sólo un objeto de museo.

Zak decidió ir a la taberna. Comer todos los días se había convertido en costumbre, y en la taberna podía encontrar unas monedas. Cualquiera que necesitara un brazo de alquiler lo buscaba allí.

Miró detenidamente su aspecto en el destrozado espejo del salón: Larga y raída gabardina, antes negra, con capucha echada para detrás. Por encima, su cabeza, con el pelo cortado al estilo militar, gafas de sol de plástico duro (una auténtica reliquia de finales del XX), y una mueca estudiada de desdén. Bajando, un pañuelo rojo al cuello, anudado con cuidado para que fuera casi invisible excepto de frente, y cazadora de camuflaje, llena de bolsillos, bajo la que asomaba una camiseta de polilycra negra. Al final de la cazadora se adivinaba un cinturón de cuero con hebilla tradicional. Por debajo, pantalón de micropana impermeable negra. Al final, una botas militares de montaña de principios del XXI. Una delicia: cómodas, calientes en el frío, aireadas en el calor, impermeables y transpirables, de caña alta y de color marrón claro. Zak siempre deseó que aquel cadáver las hubiera llevado oscuras.

Zak salió de casa hacia la taberna. Al llegar saludó a la camarera.

-Hola rubia.

La camarera, que no era rubia, le contestó:

-¿Vienes a pagarme lo que me debes, feo?

Lo de cada tarde, porque él tampoco era feo:

-No, eso cuando me contraten para la tele. Un café largo, con...

Ella coreó el final de la frase:

-...con hielo y limón. Venga cielo, ahora te lo traigo.

Zak nunca pedía alcohol en la taberna. Hasta el mínimo afectaba a los reflejos. Y los reflejos siempre hacían falta para los negocios.

Mirando alrededor vio lo de siempre: cinco o seis brazos de alquiler como el suyo, un par de parroquianos y una o dos personas necesitadas de ayuda que no se atrevían a pedirla o, simplemente, a preguntar cuánto cuesta.

Una persona extraña entró en el local. Traje impecable imitación italiano, gafas de sol, zapatos pulidos... El extraño miró alrededor y se dirigió directamente a Zak.

-¿Zacarías Argue?

-Depende. ¿Quién pregunta?- Zak se arrepintió casi instantáneamente de la estereotipada respuesta, pero no lo dejó traslucir.

-Hay alguien que quiere contratarle. ¿Cuánto?

-Eso está en función del tipo de trabajo.

-Llevar un paquete de un sitio a otro.

-¿Trabajo de recadero?

-Pongamos que alguien no quiere que el paquete se pierda por el camino, bajo ningún concepto.

-Todos los gastos del viaje, más la tarifa habitual dependiendo del riesgo.

-Bien. Vamos.- El extraño pagó la cuenta de Zak y se dirigió a la puerta. Zak fue detrás. Si iba a ser una trampa, le podían haber pegado ya un tiro, así que no había tanto que perder. En la calle había un coche de los de antes, de gasolina, de principios del XXI, negro brillante. El extraño abrió la puerta y Zak entró.

El coche estaba forrado de cuero, de verdad. Los asientos eran de cuero teñido de azul marino. Dentro, a su lado, estaba Vemos, uno de los hombres más ricos de la ciudad.

-Me han dicho que es usted bastante bueno, y sobre todo de fiar.

-Sí, si la paga es buena. Por curiosidad, ¿quién dice?

-No importa. Se trata de llevar un paquete, de mi casa al monasterio budista de Chesilna.

-Son casi mil kilómetros. ¿Qué es el paquete?

-Para usted es sólo un paquete.

-Sí. Me refiero a tamaño, peso y riesgo.

-Venga conmigo.

El coche arrancó, y llegó a la ciudad jardín, en las afueras, la única zona de la ciudad un poco cuidada. Claro que cada casa tenía medio ejército de guardaespaldas, y un ejército completo de jardineros, barrenderos y criadas. Entraron en la propiedad y llegaron a la puerta. Allí estaban un hombre con uniforme como de mayordomo y un niño.

-Este niño es su trabajo.

-Este no es un servicio de portes normal. No soy niñera.

-No lo necesita, no le causará problemas.

-La paga sube.

-Lo comprendo.

-El doble de los gastos de viaje normales, y un palé de latas sin caducar.

-¿Y eso es?

Zak calculó mentalmente.

-Mucho para llevarlo a cuestas mil kilómetros.

-Puede parar en Sota. Un agente mío allí le dará el resto.

Dos latas al día, cuarenta kilómetros al día, diez días, veinte latas.

-Veinticinco latas para nosotros, y unas treinta más para gastos en la primera parte del viaje. Pongamos sesenta latas y la bebida.

-Bien. Saldrán inmediatamente. A su vuelta aquí tendrá el palé esperando, a menos que prefiera que lo llevemos a su casa.

-A mi vuelta lo pueden llevar a casa, pero que sea discretamente. En mi apartamento no tengo gorilas que lo vigilen mientras trabajo.

Vemos asintió. Un hombre se acercó con dos mochilas. En una había unas cuarenta latas de comida, de las que envasaron antes de la Guerra, y un par de botellas de bebida energética. En la otra unas veinte latas más y otra botella. El hombre además se acercó con dos cargadores llenos y un cuchillo.

Zak miró los cargadores. Ninguno valía para su automática, pero en uno de ellos las balas sí valían. Zak sacó las balas y se las metió en un bolsillo.

Vamos lo miró de arriba a abajo.

-Cuando quieran.

Las puertas de la finca se abrieron. Zak le dijo al niño:

-No te separes de mí para nada.

El niño asintió, cogió la mochila ligera y se la puso. Zak se puso la otra y empezó a caminar hacia fuera.