jueves, 2 de abril de 2009

Firmes bajo la seda

Allí estaban: unos cuantos cabellos largos, finos y tostados en el lavabo. Hacía dos días que ella se había ido, y él no se había decidido aún a limpiar aquello. Cada vez que iba a hacerlo, se ponía, en su lugar, a recordarla.

Recordaba cómo empezó todo. Eran compañeros en el turno de tarde en la Facultad. Mientras estaban en las prácticas en el laboratorio, él bromeaba con todos los compañeros, en particular con ella, tímida, callada, quizá más por que se sintiera bien e integrada que por cualquier otra razón. El caso es que fueron congeniando.

Al cabo de algunas semanas de trabajo constante en común, aparte de realizar buenos trabajos para la asignatura, ya se veían fuera de las clases: algún café o desayuno, y ella empezó a ir a las cenas del curso.

Él siempre la trataba con cuidado, cuidaba con ella un poco más sus bromas, y la pellizcaba en la cintura al acercase, como a otras amigas, pero no era exactamente igual. Poco a poco su relación con ella empezó a ser verdaderamente diferente que con el resto de compañeras. Empezaron a hacer algo más que tomar café juntos: salían a tomar café juntos. Día tras día, la confianza entre ambos crecía, y empezaron a hacer otras cosas, como confiarse historias, invitarse a comer o pasear juntos. Descubrieron que ambos vivían solos, sin compañeros de piso: ambos habitaban en viviendas de algún familiar.

Un día que él la fue a buscar a su casa para comer juntos y llevarla a la Facultad, y tras una sobremesa un poco más confidencial de lo normal, él empezó,en el aparcamiento de la Universidad, a acariciarla, por primera vez. Ella se sobresaltó y sintió un escalofrío, pero le dejó hacer. Él le acarició poco a poco la nuca, le giró la cabeza hacia si y allí mismo, en el coche, se dieron su primer beso, apasionadamente, mientras ella agarraba su espalda y él acariciaba su nuca y se atrevía a tocar sus pechos sobre la blusa.

Se serenaron, porque había que irse a clase, pero esa noche él la llevó de vuelta a su casa y allí, con la luz apagada, quisieron hacer el amor salvajemente, pero como no disponían de condones supieron controlarse un poco, y él con su lengua la hizo disfrutar como ella nunca había soñado que se pudiera. Quedaron para el día siguiente.

Ambos perdieron el hilo de la clase pensando en lo que iba a ocurrir por la noche, sin mirarse demasiado, ya que no querían que sus compañeros cotillearan el asunto. Cuando él llegó a casa de ella por la noche, ella lo recibió con un camisón y la luz baja, y por primera vez, látex mediante, fueron uno. Ella no le dejó encender la luz antes de quitarse el camisón: sus pechos, que se entreveían firmes bajo éste, le daban vergüenza, decía.

A los tres años ambos habían acabado la carrera, y a los tres años y medio estaban casados.

Hacía cuarenta años de aquello. Él nunca le llegó a ver los pechos, aquellos que tantas veces acarició en la oscuridad o a través de la ropa, y ya nunca podría.

Por tercera vez en dos días, él miró el reloj, dejó la bayeta y se fue al trabajo, sin tocar el lavabo.

Allí quedaron, esperando para hacerle recordar otra vez, aquellos cabellos largos, finos y tostados en el lavabo.

1 comentario:

Agnes dijo...

Muy bonito. Me ha gustado mucho, me encantaría que me recordaras así después de 40 años de matrimonio (aunque ya no esté aquí).