sábado, 13 de junio de 2009

Blade

Blade es un joven (en todos los aspectos) nocturno de La Laguna. Uno particularmente rico y rebelde.

Nació en 1985 en la propia ciudad, donde más tarde empezó a estudiar Telecomunicaciones, o más bien se matriculó en ello pero se pasó el primer curso de bar en bar de noche y durmiendo de día. Se convirtió en un conocido de todos los bares del Cuadrilátero, y en todos ahora tiene entrada libre y confianza con las barras. Son justamente esas razones las que provocaron que uno de los Brujah de la isla lo Abrazara allí en una de sus noches de borrachera.

Tras matar a sus propios padres en una noche de Frenesí, de la que se arrepiente enormemente, ahora es el propietario de un edificio de pisos de estudiantes, en uno de los cuales pasa sus días sin que los inquilinos, dada su movilidad, se extrañen demasiado de que el vecino del segundo parezca tener siempre diecinueve años.

Aparte de sus recursos económicos y sus conocidos en La Zona, el único apoyo de Blade es su Sire, otro Brujah que evita meterse en líos «demasiado complicados».

viernes, 12 de junio de 2009

Renoir

Renoir está en los escalones más bajos de la pirámide Tremere. Es un ancilla, el peón en las partidas de sus maestros, y entiende perfectamente lo prescindible que puede llegar a ser.

Su Abrazo fue concedido por el Príncipe como premio a su Maestro, la cabeza de los Tremere de Canarias, por ciertas gestiones nunca bien aclaradas durante el Alzamiento Nacional de 1936. Éste, a su vez, delegó el premio en uno de sus propios peones, por razones de las que no se ha informado.

Así, Renoir siente que su familia siempre ha cuidado de él, tanto cuando era niño en La Gomera, o cuando después fue a estudiar a la recién (re)creada Universidad en Tenerife, como cuando la Capilla pasó a ser su nueva familia. Esto último ocurrió cuando fue Abrazado, después de que los Tremere lo hubieran evaluado como un estudiante de Letras particularmente dotado y lo eligieran entre sus compañeros al acabar el primer curso, en 1938.

Hoy, como buen miembro de su Capilla, Renoir intenta conseguir influencia y poder en los corruptos pasillos de la política canaria. Por si mismo ha conseguido ser una fuerza a tener en cuenta en Coalición Canaria, que ayudó a fundar (y de hecho, Renoir estableció la norma y es la razón de que las reuniones de los Comités Locales sean a las diez de la noche, aunque oficialmente sea para permitir la llegada de los afiliados que tengan trabajos por la tarde) y en la que ahora su palabra es siempre escuchada (aunque no necesariamente atendida).

Como buen Tremere, además, tiene un mentor que cuida de él en los torbellinos políticos de la Estirpe, o más bien de sus propios intereses, ya que lo que cuida en realidad es su propia inversión de tiempo y prestigio en Renoir. Se trata de la cabeza de los Tremere de Tenerife, al que localmente se considera uno de los Antiguos.

Por otro lado, Renoir conoce personalmente y hace buenas migas con el jefe del turno de noche de la policía local de La Laguna. Ambos se han hecho favores en varias ocasiones, aunque sin comprometer sus respectivas posiciones. Por supuesto, Luis Suárez no tiene ni idea de que Renoir, al que conoce como el detective privado Agustín Oramas, sea un vampiro.

Es de notar que hay tres humanos que sí saben que Renoir es un miembro de la Estirpe: se trata de tres curas, profesores de La Salle, que le pagan un tributo de sangre a cambio de que no salgan a la luz determinados asuntos del colegio.

Renoir, como buen Tremere, obedecerá sin rechistar las órdenes que le dicte su Capilla, pero al mismo tiempo sabe que puede contar con su apoyo cuando lo necesite. De hecho, en las noches actuales duerme sus días en ella, debido a que un reciente Plan de Ordenación Urbana derribó su anterior refugio.

jueves, 11 de junio de 2009

Monika

Monika es una vampiresa acostumbrada a hacer su voluntad, como la mayoría de los Antiguos. De hecho, podría ser una de ellos, si se interesara por cosas como el poder y el control. Pero lo que le interesa de verdad son las almas de los seres vivos de los que ya no forma parte.

Monika nació en 1492, en un castillo cerca de Brasov, al pie de los Cárpatos. De familia valaca, su padre murió luchando contra los turcos, y cuando éstos incendiaron el castillo y estaba a punto de morir abrasada, el sacerdote del castillo, Simeon, que en realidad era un vampiro, la salvó del incendio y la Abrazó.

Desde aquél momento, Monika es una mujer de 33 años, y una de los miembros activos más antiguos del Clan Malkavian, una perceptiva vampiresa de 8ª generación.

Tras pasar diferentes partes de su no-vida en Turquía, Grecia e Inglaterra recaló en Canarias, donde pasa sus noches actualmente.

Dado que nunca ha buscado el poder, no ocupa posición alguna de influencia entre los vampiros de Tenerife, y simplemente existe y deja existir.

En la actualidad tiene un pequeño rebaño de tres personas, pacientes del Hospital Febles Campos, a los que da el Beso con cierta regularidad. No tiene refugio fijo, pero conoce bastante bien los pisos vacíos de la zona de estudiantes de La Laguna, de algunos de los cuales incluso tiene llaves.

Es extremadamente empática, a lo que ayuda su fuerte conciencia, y ya lo era cuando existía como humana. Su Abrazo extremó esta característica, provocándole la curiosa locura que padece desde hace caso quinientos años: cada vez que Besa a alguien, su empatía con ese recipiente le provoca un sentimiento de culpa tan importante que cree que absorbe parte de los recuerdos de su recipiente junto con la Vitæ. De hecho, es una de las razones por las que intenta no matar a sus víctimas, porque de hacerlo cree que el alma completa del fallecido la rondará para siempre. Así, Monika cree que diversos recuerdos de todas sus víctimas a lo largo de la historia la acompañan siempre, y tantos recuerdos (inventados por ella misma, en realidad) la vuelven loca. Por eso intenta no cazar a muchas personas distintas sino beber de unas pocas personas fijas, preferiblemente personas con pocos recuerdos, como bebés o ancianos seniles.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Dolor de cabeza

Le dolía la cabeza. Para variar.

Ninguno de los remedios habituales funcionaba. Ni el AAS, ni el ibuprofeno. Ni la oscuridad, ni el silencio.

Quizá era porque la causa tampoco era ninguna de las habituales. Ni era por frío en la cabeza, ni por calor o sol. No era por su marido, ni por la regla. No era por los niños, ni por pasar demasiado tiempo en la televisión, ni en el ordenador, ni forzando la vista leyendo medio a oscuras. Ni por las estrecheces económicas ni por los problemas familiares.

Todo eso seguía estando ahí, claro, pero esta vez la cabeza no le dolía por nada de todo eso, así que ninguna de las soluciones habituales funcionaba.

Decidió probar otra solución.

La cabeza dejó de dolerle instantáneamente. Todo dejó de dolerle o molestarle inmediatamente, mientras sus sesos chocaban contra la pared de detrás, a la vez que, a cámara lenta, el arma reglamentaria de su marido se deslizaba de su mano, cálida pero inerte, hacia el suelo.

Sentado en la ventana, un pequeño demonio, con una sonrisa en la boca, soltaba poco a poco el nudo que había en la cuerda que tenía entre las manos.

jueves, 7 de mayo de 2009

El haya

Este es un cuento que inventé hace mucho tiempo, tanto que ya ni recuerdo exactamente cuándo fue.

Nunca lo había escrito antes. Y nunca lo había contado en público. Si no recuerdo mal, tan solo lo he contado dos veces, ambas en intimidad, casi al oído.

Espero que quizá ahora, cuando lo ponga aquí, no se pierda esta muestra de lo que mi imaginación era capaz de dar en aquel entonces.

* * *

El haya estaba feliz en el bosque. Vivía entre otros árboles, que vivían como él, acariciados por el sol, zarandeados por las tormentas, pendientes del viento y la lluvia, y dando cobijo a las familias de pajaritos para que pasaran el invierno, con topos entre sus raíces y ardillas correteando bajos sus ramas.

Era feliz.

Al tiempo, las cosas cambiaron. Uno de sus compañeros desapareció de repente. Nadie supo lo que había pasado. Luego otro, y más tarde otro, sin que hubiera quien diera razón. Hay que tener en cuenta que los árboles no viven a la misma velocidad que nosotros, no pueden darse cuenta de las cosas que ocurren demasiado deprisa.

Sin saber aún lo que estaba pasando, un día el árbol sintió un enorme dolor, como nunca antes había sentido jamás, en la parte baja de su tronco. No tenía comparación con los zarandeos de las tormentas, ni siquiera cuando éstas, en los más crudos inviernos, llegaban a partirle algunas ramas. Se trataba de un dolor agudo, rápido y podríamos decir que cortante.

Y eso era exactamente. El dolor y la velocidad a la que estaban sucediendo las cosas despertaron al árbol para siempre a un mundo sin naturaleza, lleno solamente de dolor.

El árbol sintió los mordiscos del hacha y de la sierra y notó cómo el mundo se volvía del revés hasta dar con su copa en tierra. Fue despojado de sus ramas menores, y luego de las mayores, hasta que de él solamente quedó el tronco.

Dolía. Dolía como jamás pudo imaginar que algo podía doler.

Despierto como estaba, aún le esperaba más dolor. Fue descargado y rodó, y luego notó que lo despellejaban, que lo descortezaban unos fríos e incisivos metales como los que le habían causado antes tanto dolor. Y si antes pensó que no podía sentir más dolor, se equivocaba: esto aún dolía más. Y más aún cuando pasó a otra máquina donde de su tronco pelado empezaron a sacar tablones, rectos, rectangulares, iguales. El árbol empezó a morir un poco, para siempre.

Pero un poco de suerte tuvo: no separaron los tablones, siguieron juntos.

¿Suerte? Tal vez. O tal vez no, en realidad, porque aún estaba ahí, vivo a duras penas, sintiendo todo lo que ocurría, recordando todo lo que le habían hecho pasar en las últimas breves horas, un período de tiempo tan corto que nunca lo había considerado y tan intenso como toda su vida anterior, lleno de dolor.

-¿Por qué?- se preguntaba. -¿Por qué me ocurre esto? ¿Por qué me hacen sufrir tanto? Yo nunca dejé de dar abrigo a los conejos junto a mis raíces, nunca le negué un lugar donde anidar a los pajaritos, ni sombra al ciervo, ni bellotas a las ardillas. ¿Por qué he de sufrir todo esto? ¿Por qué ocurre esto?

Los blancos tablones fueron llevados a un lugar lleno de restos de otros árboles: otros tablones y tablas había allí, cada uno gimiendo con su propia voz que nuestro árbol aún podía oír. El suelo lleno de los restos de las torturas que allí se infligían y que a él pronto le tocaría sufrir daba testimonio de lo que ocurría en aquel lugar donde no llegaba la luz del sol, sino otra, fría, azulada.

Allí los tablones fueron de nuevo cortados, desbastados, taladrados, vueltos a cortar. Piezas de frío acero penetraron su carne pero ya no para cortar, sino para quedarse allí. Poco a poco los tablones del árbol fueron tomando una forma extraña y completamente antinatural.

Al poco, el árbol fue llevado a otro lugar, donde no había restos ya de otros de los suyos, solamente otros a los que les había pasado lo mismo que a él, pero que ya no podían hablar, tanto hacía ya.

En aquel nuevo lugar tuvo por fin algo de paz. Ya no volvió a ser cortado, ni taladrado. Al contrario, su carne fue cuidada y delicadamente tratada, protegida de la intemperie como antes hacía su corteza, y volvió a ver la luz del sol.

Sobre lo que él era ahora tendieron un colchón, blando, y sobre éste finas sábanas y una colcha.

Allí, en su nuevo lugar, sin más dolor ya, salvo el imperecedero recuerdo del pasado en el bosque y su abrupto final, pasaban los días. Ya no había ciervos ni ardillas, ni nidos de pájaros. Los seres a los que ahora abrigaba por las noches, como aquellos, hacían su propio nido en él. Dos de aquellos seres se recogían allí cada noche. Era una sensación extraña proteger de las tormentas a aquellos dos seres que las ignoraban, ya que en aquel lugar en que se encontraba ahora la tormenta no llegaba, sino que se conformaba con rugir al otro lado de una fina lámina de agua que, por alguna razón, parecía permanentemente congelada en un agujero del muro.

Sin embargo, no dejaba de preguntarse: -¿Por qué tuve que pasar todo aquello? ¿Por qué me han traído aquí¿ ¿Qué quieren estos seres de mí? ¿Por qué, por qué tuve que sufrir tanto dolor?

La hembra de aquellos seres, iguales a los que tanto le hicieron sufrir, aunque no exactamente del mismo comprotamiento, cada vez pesaba más y estaba más tiempo echada en él. Pasó menos de un año hasta que llegó el día de la solución.

Entre las sábanas que lo cubrían, aquella mujer, embarazada, dió a luz a un precioso niño, que por primera vez lloró sobre la blanca cama de haya en la que se había convertido el árbol. Y en ese mismo momento, el árbol tuvo la respuesta de que todo aquel dolor había sido necesario solamente para que pudiera llegar este momento.

martes, 28 de abril de 2009

Dolor inmenso.

Su vientre estuvo ocupado 11 semanas. 11 maravillosas semanas. Su cuerpo se llenó de sensaciones, emociones nuevas, alegrías, dudas, miedos y sobretodo futuro.
La incertidumbre era total. No saber nada (pese a creer que sabía mucho), el miedo a lo desconocido. Muchas preguntas. ¿Cómo estará? ¿Cómo será? ¿Lo estaré haciendo bien? Cuando nazca, ¿será rubio? ¿Moreno? ¿Niño? ¿Niña? ¿Alto? ¿Bajo?...
Se sentía bonita, estaba radiante, con un brillo en los ojos que no había tenido nunca. Su cuerpo empezó a cambiar. Sentía cosas nuevas, y algún que otro dolorcito nuevo, pero no importaba porque era por lo que era.

Pensó muchas veces cómo sería el momento de nacer, el dolor, la alegría, el temor... También pensó muchas veces que algo podría no ir bien. Amigas y compañeras le quitaban esos pensamientos de la cabeza. Hasta que llegó el fatídico día en el que le dijeron que su futuro hijo estaba muerto.

Hasta entonces creía que había sufrido en la vida, pero nada comparado a eso. Durante las dos semanas siguientes fue algo más parecido a un zombi que a una persona. Era sumisión total, hacía todo lo que le decían sin rechistar, lo mismo le daba comer que no, dormir o ducharse. No quería dejar de llorar. Su cuerpo estaba vacío, su alma y su corazón. Lo único que no estaba vacío era su cerebro. La misma frase una y otra vez, las mismas imágenes una y otra vez.

En ese momento se sentía vacía, frustrada, desilusionada y muy poca cosa. Su autoestima cayó en picado, era incapaz de mirarse en el espejo, no había consuelo posible, había fracasado en el intento de ser madre, algo para lo que estaba genéticamente preparada.

No hubo dolor físico, todo el dolor era psicológico, el vacío inmenso. Y sobretodo el no haber podido escuchar ni una sola vez el latido de su pequeño corazón que por causas desconocidas se paró antes de tiempo.

lunes, 27 de abril de 2009

Una botella de agua

Desde el estante de la cafetería, la botella miraba pacientemente a su alrededor. Todo estaba oscuro, no había movimiento. Sin embargo el cálido sol que se filtraba por las cortinas le decía a la botella que aquello iba a cambiar dentro de poco.

Primero, como siempre, llegó uno de aquellos extraños seres, casi tan llenos de agua como ella misma, que empezó a abrir las cortinas. Al poco llegaron otros seres similares, también con unas etiquetas blancas y negras, y empezaron a sacar agua manchada y caliente de aquella máquina alrededor de la que giraba todo. Unas veces mezclaban aquél agua caliente y sucia con leche, otras veces con aguardientes, otras veces con nada. A veces el agua la sacaban caliente pero limpia, mas enseguida metían dentro otra bolsita que la ensuciara. Y aquellos seres de etiqueta blanca y negra, los mismos de siempre, empezaron a dar aquellas aguas a otros seres semejantes, con etiquetas de todos los colores, que paercía que las desearan, pues las introducían en si mismos por aquellas bocas sin tapa que tenían.

Algunos de aquellos seres en ocasiones pedían botellas como ella.

Sintió miedo. Luego frustración. ¿Es miedo lo que debo sentir -se preguntaba- de mezclarme con toda esas aguas sucias en esos seres, o es mi destino y para lo que estoy hecha?

Sus compañeras fueron desapareciendo, pronto le tocaría a ella.

La afluencia de aquellos seres de etiquetas de colores fue disminuyendo, y los otros, los de etiquetas blancas y negras, empezaron a gastar agua ensuciándola en el suelo y con los recipientes de las otras aguas. Finalmente, como la otras veces, se fueron. Volverían al día siguiente, a gastar y ensuciar agua otra vez. Y seguramente, mañana sería el día en que conocería su destino. Ahora era la primera del estante.