jueves, 25 de septiembre de 2008

Llegada al Aro

Bahnberg pasó el primer control de identidad. Enseñó su tarjeta, la pasó por el lector como quien pasa un billete de tubo y siguió adelante. El segundo control fue igualmente sencillo. El billete de lanzadera hizo el trabajo. Siguió adelante con su pequeño maletín.

Hacía tiempo que Europa no lo llamaba para una misión de estas. Subir al Aro. La última vez casi murió allí. O fuera de allí.

Pasó el tercer control: huellas dactilares, calor corporal y huella ocular. Un invento el cacharro ese, algún pirado de la vieja NSA que seguro que venía del MIT combinó el viejo lector de iris y el menos conocido retinógrafo, ambos de finales del siglo XX, en un único aparato bastante sencillo de usar, y prácticamente imposible de engañar.

Prácticamente.

Bahnberg llegó con el maletín al avión, se sentó, oyó sin atención las instrucciones de seguridad y continuó pensando en la última vez que estuvo en el Aro.

En aquel entonces el Aro estaba en aún construcción. Europa, Estados Unidos e India lanzaban una sección cada pocos años, y había que subir en transbordador, los herederos del Challeneger. No como hoy en día. Hoy te montas en un avión prácticamente normal con motor cohete, y el avión se eleva normalmente hasta los once mil metros, y allí enciende el motor cohete, apaga los reactores y se continúa elevando sin prisa hasta la órbita de aparcamiento. Y desde allí, maniobras espaciales estándar con destino al Aro.

A medida que subían Bahnberg vió pasar por debajo suyo los Alpes, las llanuras del Danubio, los Cárpatos, luego todo Oriente Medio, India... cada vez más lejos, hasta que el avión giró sobre sí mismo y dejó de ver la Tierra. El Aro surgió ante Bahnberg. Y esta vez estaba casi acabado. Se veía acabado, aunque no lo estaba. Había unos tres grados continuos sobre Arabia, y dos más sobre América. Y algunas otras secciones sueltas en África Occidental y el Pacífico, quizá cuatro grados en total de los trescientos sesenta.

Aparte del Icosaedro. Los cinco sectores EM originales se convirtieron luego en diez, y luego en veinte, y se alteraron las órbitas luego para que siempre tuvieran una disposición sobre la Tierra semejante a la de un icosaedro. El sustituto moderno de los viejos sistemas GPS, Galileo y Eureka. Telefonía, Internet por satélite, salvamento marítimo, control aéreo...

Cada sección en órbita era un enorme contenedor estanco, básicamente, con unos paneles solares gargantuescos y una gran ventana. Todos tenían algún tipo de jardín frente a la ventana, por la cosa del oxígeno. La ventana siempre apuntaba hacia el exterior del Aro, con lo cual el jardín tenía un ciclo de luz y oscuridad semejante al natural.

El resto del espacio ahora se ocupaba en habitación, despachos científicos, talleres, centros de comunicaciones... la idea original de tener contenedores relativamente independientes aunque con cada contenedor llevando una de las tareas pesadas había desaparecido y ahora cada sector continuo del Aro era una unidad interdependiente. En el concepto original podía desaparecer un sector sin que el Aro se viera en peligro. Todo lo mas, algunas incomodidades. Ahora, con casi un millón de personas viviendo en el Aro, si un contenedor fallara podría haber serios problemas. Menos mal, pensó Bahnberg, que prácticamente todos los servicios estaban en más de un contenedor.

El baloncesto espacial ahora era un deporte de competición profesional, con campos específicamente construidos para ello, y ya no era necesario ponerse el traje para ir de un contenedor a otro. Los contenedores seguían orbitando como elementos independientes, pero ahora de contenedor en contenedor había túneles flexibles, fabricados con materiales de alta resistencia a la tensión y protegidos de los micrometeoritos mediante mallas hechas de fibras de carbono. Aunque no se recomendaba: no había protección contra la radiación. El viaje de un kilómetro en telecabina duraba aproximadamente un minuto.

Bahnberg recordaba la escena cuando llegó y le explicaron las normas de seguridad a bordo, aquella primera vez. Esta vez podría saltarse esa parte: aparte de que las habían relajado, tenía un "pase de antigüedad", al haber estado ya allí.

El avión llegó, se acopló al contenedor Scott Card-472, Bahnberg cogió su maletín, se despidió de los tripulantes de cabina (aquello ya no era una profesión sólo para mujeres, los hombres podían sonreír igual de bien) y pasó al Aro.

-Agente Bahnberg, qué sorpresa. De nuevo por aquí.
-¿Ferdinandi?
-Sí. Ahora soy el Administrador del Sector. Cosas de la antigüedad. Ya sabe, es un grado.
-Sí. Yo tampoco soy ya Agente, oficialmente. Me han hecho subir algunos grados. El primero en cuanto llegué abajo la otra vez que salí de aquí.
-¿Una Jefatura?
-Una Dirección de Área. Pero Agente me sigue sentando mejor en los oídos. El resto es burocracia...

Ambos sonrieron: sabían perfectamente que el puesto de Ferdinandi era uno de los más burocráticos que existían.

-Te he reservado el mismo camarote en el Larry Niven.
-¿Te acordabas?
-Estaba en los registros- mintió Ferdinandi. Ambos volvieron a sonreir.
-¿A las siete hora local?
-Ahora yo decido la hora. Y no voy al comedor común. Es deprimente: allí no soy uno más. Como Administrador me miran como a un jefe, no un compañero. Por eso cuando no tengo una cena de trabajo, ceno solo, y me la ponen a la hora que yo diga. Ser el que manda también tiene sus ventajas- acabó Ferdinandi -. Vamos.
-Está bien.

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